Es curioso. Lo de las llaves, digo. Las hay de todos los tipos, grandes, pequeñas, medianas, de colores, raras. Son, algo así como infinitas. Algunas abren puertas de casas increíbles, con otras un cajón lleno de secretos queda al descubierto y algunas simplemente abren candados de casas llenas de recuerdos de lo que un día hubo, ahora, soledad.
Pero ahora, más curioso aún, coge una de ellas al azar e intenta abrir esa puerta, sí, esa que tienes justo delante de ti. Ah, ¿no puedes? Coge esa otra, a ver qué tal. ¿Tampoco? Pues vaya. A mí me han dicho que cada llave es única, porque con las copias sólo intentamos reemplazar a la original, para que su espera no sea tan larga, porque el criterio de selección de la llave (aquella que va a abrir todos los aspectos de tu vida) es duro y extenso, ya que tu llave puede estar en cualquier rincón del mundo.
Y es que a veces te tiras toda una vida tratando de encontrar la llave correcta.
Y cuando la consigues, ¿qué? Porque no es que cambie todo, no, es que cambia tan rápido, que ni te das cuenta, y cuando lo haces ya se han cerrado todas las puertas anteriores, que no vas a volver a abrir con esa llave, pero se han abierto otras mucho mejores.
Es que, no hace falta ni si quiera que sean materiales. ¿Cómo? Sí, sí, exacto. Que no hace falta que tengas la llave en tus manos para abrir algo. Porque puedes abrir un sentimiento con una canción y hasta un corazón cuya llave es una sonrisa.
Al fin y al cabo, siempre vas a guardar las mejores llaves que te llevan a los mejores lugares. Y lo bueno, se hace esperar.
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